Vater Pound

Vater Pound escribía sus instrucciones sobre la Poesía
sentado junto al fuego del hogar en un Medio Oeste ya sólo imaginado,
en la cabaña de troncos rodeada de abetos o de pinos,
con una manta escocesa sobre las piernas quebradas.
Le debo el fantasma inocente de Sexto Empírico
y silenciosos desplazamientos de alejandrinos licenciosos.
La luna blanca y el búho sobre el pico del abeto.
Fragilidad, tu nombre es Mr. Pound.
Un niño convencido de la justeza del Universo,
y equivocándose siempre, sin embargo,
como una rosa bebiendo entre las dunas.
Pecoso y luego greñudo. Pecoso y luego.

Infinitamente greñudo.

Un viejo salvaje y frágil.
La importante distribución de los lados y la altura.
El búho blanco y la luna sobre la rama del abeto.
La barba circundando un rostro como un mar circundando una isla,
como un bosque sepultando una casa.
Pelos. Pelos. Pelos.
La dificultad de transmitir un conocimiento.
La dificultad de hablar en nombre de los otros.
La imposibilidad de ser hasta el fin uno mismo.
La imposibilidad. Oh la imposibilidad.
Siempre la imposibilidad, la sinusoide del trigrama.

Abeto Luna

Casa Búho

Anciano Hoja pintada

Mono Arroyo

No Mussolini      No Adams     No Gesell     No Confucio
No Cavalcanti    No Dante      No Ovidio     No Homero
No________      No_______   No_______   No_______

Y entonces, de pronto, por así decirlo, Mr. Pound desaparece.
Mr. Pound disappears.
Haciendo honor a su nombre se hundió en el marasmo de la Oikonomía.
Inextricable, inexplicable.
¿Es así como uno se vuelve loco?
¿Es así como uno se vuelve loco?
¿Loco, loco, loco, loco?
¿Y por qué todo es tan frágil, tan disperso, tan híbrido?
¿Cómo cortar de una vez la cabeza verdadera de la hidra?
Mr. Pound paseándose por una calle de Londres.
Mr. Pound subido sobre el pretil de un puente.
Mr. Pound haciendo cabriolas en una ventana de Pisa.
Mr. Pound en su celda: un ideograma trazado rápidamente sobre la cal.

Mr. Pound un poco antes: colgado de una rama y chillando a la luz de la luna. Chillando de terror, balanceándose entre el follaje, una risa extraña, hi, hi, hi, hi, hi, advirtiendo a los que pasan, a lo lejos, por el cruce de caminos, brillando las hojas plateadas, los ojos saltando como ranas en el arroyo.

He aquí al Poeta

¿O sea que la locura tiene al fin un nombre?
¿O sea que este discurso es acaparable como los granos de trigo?
¿O sea que ya pueden alzarse los párpados hinchados y gritar en el viento: «Dios proveerá»?
El viento que es todo y que se lo lleva todo.
Dunas. Dunas. Dunas. Dunas.
Lo que fulmina, lo que mata, lo que paraliza, ¿es esto?
Lo que dispersa, lo que rasga, lo que divide, lo que enajena.
Tengo la clara certeza de estar loco mientras me balanceo en esta rama de abeto.
Soy un búho, soy una hoja pintada, soy la luna.
Y equivocándose siempre, sin embargo.
Instrucciones, resoluciones. Pálido diccionario.
Almanaque de las cosas, lista infinita. Infero.
Pero sólo entonces, sin embargo, la realidad del ínfero.
O mejor dicho: realidad es ínfero.
O mejor dicho todavía: sólo lo real puede ser infernal.
Felipe el Hermoso: he ahí el Infierno.
Alguien lo descubrió rápidamente y sacó provecho.
Ejem. Dicho sea con sus propias palabras: un crimen americano.
Eliminando la residua y colocándolo en el centro del círculo:

UN CRIMEN

De modo que como decía era éste el gesto de danzar sobre los escalones.
No bajar ni subir, simplemente danzar sobre los escalones.
Porque los escalones, como sabía Piranesi, no están encima ni debajo: están en todas partes.
Ésta era la locura de Piranesi.
La multiplicación de los escalones.
La proliferación de las lilas en la primavera.
La fiesta de la muerte.
El mundo crece para la soledad, mundus ad apokalypsis.
Construimos ciudades que no podremos habitar.
No es enteramente exacto.
Construimos las imágenes de lo inhabitable.
Estos son los espejos que salen de nuestras manos.
Somos orfebres locos, cazadores obsedidos por un cántico.
Mr. Pound con un mosquete al hombro junto a un árbol.

Paisaje de lianas, un sueño de Rogier Van der Weyden que se incluye sibilinamente en el cuadro, minúsculo, con un sombrero de castor a lo Robin Goodfellow.

Símbolos espejeantes.
La máscara debe estar escondida en algún lugar del bosque.

¿Pero dónde? ¿En qué refugio soleado de la boca inmensa que es el bosque, que es como decir el desierto, los inquietos anillos de dunas, las olas del mar transfinito?

¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?
Silencio. Por debajo de la masa de pelos asoma un hocico simpático.
Cuatro orificios dispuestos simétricamente. De eso hay en todas partes.
Son los cuatro orificios universales.
Son los cuatro elementos y las cuatro letras.
Son el Norte y el Sur, son el Este y el Oeste.
Etc. Etc. Etc.
Recoger piedras para clasificarlas sería más provechoso.
Hallar la fórmula una vez es imposible.
Hallar la fórmula siempre es todavía más imposible.
Ja. Ja. Ja. Imposiblemente imposible.
Mr. Pound se ríe sentado en cuclillas sobre un cono.
Todo es real, todo es imaginario.
La risa del mono hace un remolino con las hojas plateadas.
El mono titubea pasándose un dedo por la boca.
Coloca una pirámide sobre el cubo y una esfera en el vértice de la pirámide.
La luna sobre el pico del abeto.

El mono se ríe con ganas, como un niño, y mira de soslayo el plátano que Mr. Pound le había prometido.

Luz que atraviesa los gruesos barrotes y proyecta una sombra enedimensional sobre el cuadrángulo.
La sombra se sacude rítmicamente al impulso de sus estremecimientos.
Es como una música de pequeñas campanas, como aquello con que termina la suite Los planetas de Gustav Holz.

Din don din don din don din don din don.

Algo que no se oye, una especie de ideograma hecho con el silencio y la cal.

Como en la frase profunda de los gemelos siameses, donde uno es el asesino que escribe y el otro el asesino que escucha:

Todo fluye

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