Ionisations

La vida continuará, tersa, inútil
en bosques de abetos de caras repetidas.
No: no vendrá el diluvio tras nosotros.
No nos preguntarán qué fuimos/hicimos.
Nadie dirá nada ocupado en otras cosas.
Siempre habrá otras cosas
que no nos conciernen.
Otros bosques, otras casas
abandonadas en medio del bosque,
o tardes de mudo ajetreo en las pardas arenas.
No habrá sitio para nuestras pequeñas,
absurdas discusiones, ni llantos
de niños que no tuvimos, de padres
que no nos besaron en la mejilla. La ventanilla
del auto se cerrará con ese golpe rotundo, ya saben,
que tiene todo lo nuevo, todo lo antiguo
visto siempre como algo nuevo: la mano de la ex novia
saludando a un barco en el horizonte: la nostalgia
sin objeto de los que hacen, sin más ni más, crujir
el periódico, como si supiesen algo, con esa
suficiencia provinciana que llena de vaho los cristales,
oh el verano aquel del setenta y tantos en la
inmensa parada y baile en que no estuvimos, los
trajes que no estrenamos y —sin que fuera ni mucho menos
el final— las muertes que no morimos. No: ni
muertos ni vivos sino hijos del sudor que recorre
el canto de la mano, solos pero sin soledad, acompañados
pero sin acompañamiento, cabezas sin multitudes.
A todo esto el humo sube lentamente de la cocina,
caen unas hojas extemporáneas, suenan unos retardados
petardos. Es el sol, el anodino
mediodía, el brillo
imprecatorio y el tufo rancio de la política. El papel,
en una palabra, revoloteando sobre la oreja roja que se esconde
del sol. Es el cambio, la mano avezada que recuerda una chistera.
Es todo lo que no es y lo que no será. Al fin y al cabo el río
no era eterno como nos decían. Sonreímos, con la cara embadurnada
por un aburrimiento sempiterno. Las tablas de madera blanca del muelle,
tablas ancilares, crujen. Oímos la fuga silenciosa de unas zapatillas
rotas (el hoyuelo gracioso perdido entre el polvo de un desván
que no es nuestro). Ajenos a todo (y sobre todo, al olvidado corazón
que rebota como una bola de billar dentro de una caja de zapatos)
hacemos chirriar la púa sobre el desastrado platino que mendigamos
como ratas (nadie nos lo regaló). No: no había nadie. No había nada.
Así el valiente anciano, jugando una partida de ajedrez.
Así el horizonte rojo y su globo infecto de papel.
Así nosotros, diciéndonos adiós con una mano de niño
bajo la mirada sorda del culebrero murano
que quita la arena de los ojos de los marineros muertos.
«Oh amor mío, y este era el día incomparable
en que tú y yo volveríamos a encontrarnos».

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